Por Denisse Becerra
En las recientes elecciones, fui personero y pude experimentar la crisis a la que nuestro sistema democrático se encamina. Llegué al Centro a las 7:30am, atenta a la apertura de mesas de votación -que, según calendario, empezaba a las 8:00am-. A las 11:00am, ninguna de las dos mesas que me asignaron se abría: la situación, similar en todo el pabellón, se había convertido en un caos. Nadie quería quedarse todo el día atendiendo una mesa de votación, pero tampoco pagar la multa. Es más, la gente reclamaba una solución por parte de la ONPE.
Bajo el escenario del domingo, la Ley orgánica de Elecciones señala que, “si no hubiesen concurrido ni los titulares ni los suplentes, el presidente de la mesa que antecede designa al personal que debe constituir la mesa. Se selecciona a tres (3) electores de la mesa respectiva que se encuentren presentes, de manera que la mesa comience a funcionar a las ocho y cuarenta y cinco (08:45) horas. El presidente puede ser auxiliado por la fuerza pública si fuera necesario“.
Eran las 11 am y esta norma no podía imponerse, ya que no solo los votantes en nuestro país desconocen de este artículo, sino que, además, no habían suficientes miembros de la fuerzas armadas para contener el caos que generaría.
En opinión de algunas personas, este problema se solucionaría con un pago: en efecto, en algunas mesas, hubo miembros sorteados que solicitaban dicho pago, sin el cual se rehusaban a acceder. No obstante, ninguna de las solicitudes que vi tuvo algún éxito. Recordé que en Chile, por ejemplo, el voto es voluntario desde 2011 y los miembros de mesa son remunerados con 15,000 pesos (S/.85 aprox.) por su labor. Con ello, se garantiza que los ciudadanos elegidos cumplan con su responsabilidad cívica y así el proceso se dé de manera más ordenada.
En el Perú, esta práctica existía hasta los años noventa, cuando se sustituyó el pago por un menú. Esto, como es evidente, no logró solucionar realmente el problema.
Así, parece ser que el peruano votante ha olvidad -irónicamente- el significado de votar. En las tres horas que estuve en la fila esperando a que mis mesas abran, de las 25 personas a las que les pregunté por qué iban a votar, 18 me dijeron que estaban por obligación, para no pagar la multa. ¿Cómo un proceso que por naturaleza busca enaltecer la libertad del individuo a elegir a su representante se lleve a cabo bajo una suerte de obligación de no solo votar, sino de “donar” un día de su tiempo?
Esto nos lleva al antiguo debate sobre el voto voluntario, algo que, por cierto, más de uno estaría dispuesto a apoyar luego de los acontecimientos del domingo.
Para cualquiera que haya participado de este proceso, debería de haber quedado claro que algo falla en el diseño de la elección. Quizás haya llegado el momento de reconsiderar no solamente el voto obligatorio, sino además el carácter indeclinable de los miembros de mesa seleccionados, y el sistema de multas y de compensaciones. Aparentemente, estos incentivos -positivos y negativos- no terminan de surtir efecto.